Creyó que lo que estaba en el piso era una ciruela. Mas no. Era una frambuesa. Carnosa. Sabrosa. Vociferando el nombre de un escuálido pariente que por las calles de Corrientes solía mofarse con tener conocidos ricos y pudientes pidió un plato. "De los de plásticos Mirtha", aclaro. Cerca de la cuñada odiada, de la despreciada, de aquella que nadie recordaba el nombre y de la que todos habían olvidado su apellido lo sentó. Pregunto si quería agua o, en su defecto, soda. "No hay otra cosa", sentencio mientras champagne a la mucama de turno pidió.
Alguien aseguro que ellos estaban allí por el millón pero nadie lo confirmo. Los condenados al ostracismo familiar comieron en silencio. No pidieron siquiera pan para empujar el guiso pasado. En la otra esquina de la mesa las risas fueron mofándose de todos especialmente de esa tía vieja pero rancia, a quien, pobrecita, se le habían caído los dientes. Crueles la miraron con desprecio y pidiendo otra rueda de champagne, la dueña de casa aseguro que fin de año la pasarían juntos en un fiestón. "Lo organizo yo", vaticino y varios se miraron en estado de shock.
En la otra esquina, en cambio, los dos comentaron lo rico que había estado el guiso. Organizaron un viajecito al pueblo de ella. Compartieron anécdotas. Algunas viejas y amarillentas. Otras divertidas y complejas. Rieron. Una risa sana y cómplice los unió. El otrora dolor se transformo en unión.
Ellos reventaron en el fiestón. Los dos sólitos viajaron al pueblo y de tanto calor terminaron abrazados en un piletón.